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Aquel pibe de Flores

Son las 18,30 cuando subo al Sarmiento en Castelar, el viento seco y frío sacude el rostro y la memoria, me lleva al 2 de Octubre de 1976 cuando la primavera también se hacía esperar y besaba los labios de Laura en Plaza Los Andes frente al paredón de la Chacarita antes de subir al 76 que me devolvía a mi Flores natal.

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Escribe Pablo Amado

Son las 18,30 cuando subo al Sarmiento en Castelar, el viento seco y frío sacude el rostro y la memoria, me lleva al 2 de Octubre de 1976 cuando la primavera también se hacía esperar y besaba los labios de Laura en Plaza Los Andes frente al paredón de la Chacarita antes de subir al 76 que me devolvía a mi Flores natal.

Al tomar asiento flasheo vagones con butacas marrones y el guarda picando los boletos con ese sacabocado que jamás volví a ver, pero el color celeste de los nuevos TBA y las señales lumínicas indican cada estación. La memoria, ese aditivo que siempre nos acompaña, puede endulzar o salar un momento, la estación Castelar cambió bastante en los últimos treinta y cinco años, cuando desde Once veníamos con Nora y los chicos en brazos a la casa de sus tíos sobre entonces calle Inglaterra, pero el tren ya pasa Morón rumbo a Haedo, donde en el 79 me bajaba con Jorge Medina a tomar el 242 hasta Barrio Libertad a vender rifas de La Monumental de Capitalización.

Auge y caída de Pumper Nic, la cadena que se grabó en la memoria de miles de vecinos

Mi viejo me había enseñado a “papear” como se dice ahora, a buscar el “mango en la lleca”, pero éramos vendedores de saco y corbata, y cuando volvíamos a Once al atardecer, directamente caminábamos por Pueyrredón hasta Paraguay, tomar un café y acomodar la carpeta del portafolio porque el Colegio Nacional 15 está a la vuelta sobre Ecuador y 19.45 ya el preceptor toma lista. Laburábamos y estudiábamos juntos, y fuimos inseparables. Llegando a Ramos Mejía busco Pinar de Rocha a la izquierda y las confiterías sobre Rivadavia, pero en ese atardecer anaranjado, Febo dibuja la crisis de locales cerrados y rostros impersonales detrás de los barbijos que nos igualan, ya que todos parecemos uno solo tras una máscara en estos tiempos de pandemia, peor que los tiempos de cólera que dibujaba Gabriel García Márquez en sus relatos inolvidables.

 

El Palacio Miraflores, el majestuoso gigante que el barrio supo tener

Llegando a Liniers puedo reconocerme debajo del puente de General Paz con la mochila vendiendo café en el 95, cuando no tenía guita para volver a Rosario y desde Ventura Bosch, donde hoy es la terminal de micros, cada mañana cargaban los termos, miraba la cúpula de San Cayetano pidiendo no me desampare, y días después aparecía sobre ese puente esperando el Ford Falcon de la empresa Indar que me dejaba en la entrada de General Alvear, y de allí, también a dedo, hasta Villa Gobernador Gálvez, ya de nuevo en el Banco de Santa Fe. A la derecha el Shopping Liniers cerrado, y van bajando los vendedores ambulantes del tren porque en Capital parece no les dejan subir a vender, a “papear y ganar el mango”.

Flores, el barrio donde me atropellaron y me enamoré

La cancha de Vélez está vacía: Allí tiene más vueltas olímpicas San Lorenzo que los locales, pero por las dudas cambio el barbijo de CASLA por otro negro sin inscripciones. Ya me acerco a mi barrio del alma porque en Floresta no para, en calle Goya a mi derecha miro el Cine Gran Rivadavia y rememoro las tardes de rateada para ver Let it Be, Concierto a Bangladesh o Tommy, ya tardes de faltazo a Educación Física en el Parque Avellaneda, sobre Yerbal la casa de Ana María, maestra de primaria de Emmanuel, y siento que a veces el pasado se presenta como una mezcla de sensaciones, pero ya cuando el moderno vagón aminora la marcha paso debajo del nuevo puente peatonal y de la calle Argerich, cruza Nazca y en Condarco veo el patio del Colegio Nacional Urquiza, mi primer secundario en 1972, me veo con catorce años fumando el primer cigarrillo al lado de la barrera, veo calle Yerbal que estaba plena de “Telos” y el pasaje La Porteña donde está todavía la Escuela Técnica de dibujo y pintura Fernando Fader, puede mi memoria cruzar Terrada hasta Nazca y entrar a tomar un café en el Quitapenas que hoy ya no está, mirar enfrente “Tarot” donde jamás entre a bailar, la esquina de “Tourbillón” que era para gente mayor, o recordar Bamboche y Musikats, donde si acudía los domingos por la tarde.

Baja en la estación este hombre hoy sesentón, que ama jugar con los recuerdos y los transforma en letras, buscando los Cines San José, San Martín, Pueyrredón, Flores o Coliseo y solo encuentra el Rivera Indarte, “pandémicamente cerrado” , busca el colectivo 156 que venía por Varela pero ahora es 132, busca los Billares arriba del Odeón pero ahora tiene nombre de estado yanqui, camina (y necesita seguir caminando) por Varela hasta Baldomero Fernández Moreno, que antes era Monte, cruzando Directorio donde la plaza 11 de Noviembre lo devuelve como chico, como papá y también como abuelo de Martina, claro está, guardando en su corazón a Aquel Pibe de Flores que jamás abandonó.

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