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Personajes

César Aira: la escritura feliz

Las historias de César Aira (NdR: vecino de Flores desde fines de los años 60) pueden ser leídas como argumentos bajo sucesos lógicos –y aún advertencias– antes que las consumadas fantasías de un escritor imaginativo.

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Escribe Oscar Carballo

Se considera una suerte de surrealista: su narrativa apoyada sin malabarismos por su amigable inconsciente, mantiene la forma clásica y técnica que empujó aquel período histórico: es a él mismo a quien busca expulsar de la realidad primero.

Lo creativo, y César Aira lo sostiene en su narrativa, no descansa únicamente en la fuente estética: la naturaleza literaria, el oficio de escritor, disfruta plenamente de un goce quizá imperfecto, pero cuya naturaleza dispar, hecha de poderoso oficio e inconformidad artística, establece el plano poroso que contiene aquello que narra: una larga meditación en las palabras; una cuidadosa elección de la forma, una necesidad de origen inclasificable.

Esa urdimbre autobiográfica, –la red que finalmente crea el oficio literario: leer y escribir–, ya no busca recordar la vida como una biografía sorprendente. Tampoco reconocimiento. En esa libertad inquietante observa la necesidad de los jóvenes escritores en buscar aquellos mismos premios que el autor consagrado transitó alguna vez.

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Hoy mismo, dice Aira, tal circunstancia –la acumulación de premios y distinciones– no explicaría ninguna trayectoria. Ni la de él ni la de cualquiera que los haya acaparado. En todo caso la obra, pero fundamentalmente la vida del escritor y sus avatares más insospechados, son los que terminan por darle importancia a una serie de textos, que sin esa referencia, podrían volverse vulgares y acaso innecesarios. Los premios, muchas veces en metálico, son una buena posibilidad para sobrevivir. El dinero es fundamental, dice, pero ante la vida de un escritor, lo va a necesitar antes un joven, que un viejo. La ironía tiene una base cierta. La respalda un sistema orgánico de decisiones que se forman mediante los argumentos de la literatura.

Por momentos su personalidad frágil y asustadiza recuerda a Borges, un autor que para Aira, se separa cada día más del resto de la sociedad de escritores. De él acepta «las influencias sin angustias»: su escritura seguirá sorprendiendo con el paso del tiempo. Esta realidad literaria es un alerta sobre sus viejos enfrentamientos –especialmente con otros autores– colegas a los que detesta, pero con amabilidad. Ya no es necesario indicarlo a la sociedad.

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¿Porqué debería ser él quién insista en una didáctica corrosiva sobre la escritura de la cofrade? No son enemigos ni adversarios. No debe considerarlos camaradas, tampoco. Aira prefiere pensar que al fin de cuentas es una necesidad de los autores en su conjunto haber buscado un camino con su obra y en tal sentido, falsamente exitosos o, disimulados amistosamente en sus fracasos, sólo debiera importarnos su existencia literaria como mera humanidad; buena o mala pero vidas literarias que aún podrían ser valiosas si dejáramos de indicarlas con soberbia y severidad.

Aira parece decir que un autor, (como si se tratara de un organismo con muchas y distintas patas funcionales independientes) va perdiendo con el tiempo alguna de sus capacidades; por ejemplo las ganas de desarrollar ideas, la inutilidad de forjar un final adecuado, la reducción elocuente en la extensión de los textos, la persecución de los premios y la fama, la rutina en busca de una aventura nueva.

No obstante, ese poderoso campo de restricciones postula un límite más dificultoso. Aira no utiliza el ingenio como mecanismo. No es un ilusionista; es un escritor. No hay especulación en las formas de la imaginación salvo como memorias y tensiones sobre los recuerdos. La frontera es claramente el goce en la escritura, la capacidad para inventar argumentando. Aira lo hace sin profusión ni desbordes, en dosis diarias, tal como lo haría un biólogo en un laboratorio y aún como un guionista que detiene la escritura de la escena antes que culmine, para continuarla felizmente al siguiente día.

El particular edificio donde vive y obra la narrativa de Aira es una estructura sólida y transparente. Parece regular y lo es. Una serie de tabicados y columnas ordenan el futuro de las losas y ventanas que limpiamente se suceden sin interrupciones. El orden de tamaña simpleza comienza a distorsionarse al acercarse al remate. En esa deconstrucción, por así decir, al mirar hacia abajo o hacia adentro los pisos ya no parecen simples plataformas funcionales. Aquello que resistía en la noble práctica constructiva del buen hacer sorprende en un desarrollo enrevesado, una forma que conmueve sin admitir más que una edificio nuevo sobre aquel que construía. En esa trama no habría modo de distribuir nuevos pisos. No obstante sucede; la altura, aunque puede verse a simple vista, definitivamente es imaginaria.

Las variaciones se han desarrollado sin que mediara ningún tipo de ampulosidad técnica. En esa economía, todo se ve pleno y honesto; armonioso. El material, aunque diverso se muestra espléndido: no hay combinaciones ni discursos extravagantes: al fin persiste en una composición seria y razonable. Todos estos argumentos permiten a un tiempo considerar la sutil elección de los detalles. Mínimos pero exactos. Lo superfluo ha sido quitado sin dolor ni otro inconveniente que la necesidad de mostrar una obra sin retórica alguna. Si alguna vez cierto cálculo obligó a trabajar bajo pretensiones, la piel sobre la carne, se ha mostrado finalmente respetuosa sin apelar a lo decorativo.

No hay nada gratuito. Solo nos conmueven los modos elegidos que rechazan la vanidad del desarrollo como si alguien propusiera agregar un nuevo e inútil castigo al infierno del Dante: «cien páginas son suficientes para no abrumar al lector»

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