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Relato: Un misterio en el Museo de la Escuela Urquiza

Desde el primer momento la vi sonreír a la muchacha; estaba serena. Eso me llamó la atención de ella: que sonreía, que estaba serena, y su leve vestido celeste.

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Escribe Michelle Bendeck

Desde el primer momento la vi sonreír a la muchacha; estaba serena. Eso me llamó la atención de ella: que sonreía, que estaba serena, y su leve vestido celeste. Apartada de la multitud estaba, mucho más al fondo, prácticamente en la sala de cuadros, donde no habían puesto sillas ni ningún tipo de decoración. “Una descarriada”, pensé, volviendo la mirada y los oídos al barullo de la gente, que también sonreía, pero con un gesto de ocasión especial. Después de preguntarme de dónde conocería la muchacha a los autores del libro que se estaba presentando, me olvidé de ella, tan entretenida que estaba formando yo también parte del barullo, haciendo los comentarios ocurrentes y tontos que hace la gente cuando está expectante:

-Ya veo que ahora cae el jefe de gobierno…

-Sí, y también el presidente.- ironizó A. –

¡No hablen de política acá!- susurró S, con mucha sensatez.

Privadas de hacer alusiones polémicas nos pusimos a charlar de los detalles del museo de la escuela Urquiza, según nos dijeron, la primera escuela primaria de Flores. Nos sacamos un par de selfies y ya después hubo que hacer silencio, porque empezaba a hablar el autor. Todos escuchábamos con entusiasmo, hasta que alguien hizo detener el discurso. Un hombre reconociblemente pelado apareció en el umbral, acompañado de dos o tres más. En seguida miré a mis amigas; estaban pasmadas.

-¿Cómo sabías?

-¡Les juro que no tenía idea!- les dije.

El jefe de gobierno en persona se dirigió hacia el escenario, dijo “felicidades” o algo parecido, y se sacó una foto. Y mientras yo escrutaba los rostros de la gente en busca de sus reacciones, la vi de nuevo. A la muchacha. Está vez arriba del escenario, aunque no pude registrar en qué momento subió. Sonreía de manera invariable, y me sonreía a mí- o al menos eso me parecía-, como si nada importante estuviera ocurriendo al lado suyo. -¿Saben quién es ella?- pregunté a mis amigas.

-¿Quién?

-Ella, la chica de celeste que está justo al lado de L…

-Esperá, dejá escuchar.- dijo S. Sólo entonces caí en cuenta de que el autor había comenzado a hablar de nuevo, y decidí pasar por alto el asunto. También consideré dejar de mirarla, porque su sonrisa me iba resultando intimidante. Cuando volví a acordarme de ella, ya no estaba en ningún lado. El acto fue breve, de modo que cuando terminó, todavía nos quedaba tiempo para recorrer la exposición del salón de cuadros.

– ¡Mirá, un Quinquela Martín original! – Observó S, y le dedicamos alrededor de medio minuto, por ser la celebridad. Después tuvimos pasos más fugaces por acuarelas curiosas, por óleos descoloridos, y por alguna que otra pintura-revelación.

-Hay cosas buenas acá, artistas buenos.

-Mezclado también con cada uno…

-¡Bueno, vos pretendés que sea el Louvre!…

-No, no, pero hay que decir la verdad.- apuntó A.- Para que vean que también digo cosas buenas, miren ese cuadro de allá, es interesantísimo. –

Nos dirigimos hacia donde ella nos indicaba, y el primer vistazo de la obra me dejó fría.

-Es una linda naturaleza muerta. – dijo A.- El manejo del claroscuro, es perfecto.

-Sí, fijate la parte iluminada del jarrón, de las uvas…-

…Pero yo sólo veía los dos semicírculos de sus ojos mirándome con la serenidad más espantosa que hubiera experimentado nunca. Me sonreía con su boca opaca, un poco post-

mortem, sobresaliente entre todo lo difuso del resto de su figura, que se suspendía como a punto de desaparecer en alguna dimensión más íntima del lienzo…

-No soy una fan de las naturalezas muertas, pero nunca había visto una tan bien hecha. ¿Y vos, M, no decís nada del cuadro?-

Ciertamente, no podía articular palabra, sobre todo al ver cómo una mano blanca que se abría y se contraía, y se extendía cada vez más cerca de mi sien, descolgaba el cuadro. Este se estampó contra el piso con un estruendoso “¡plaf!”.

Lo último que vi de ella fueron sus pies descalzos que corrían por debajo del vestido celeste, con toda la urgencia que conlleva una única oportunidad de salvación.

Cuando lo levantamos, pude por fin dar mi opinión sobre la bendita naturaleza muerta, y feliz de puro alivio, imaginé que a esas alturas la muchacha ya debía ir arrastrando su bonito vestido por la calle Yerbal, dirigiéndose a la plaza Flores para llevarse algunas frutillas de la feria y disfrutar la mañana en un banquito, después de mucho tiempo de no ver el sol.

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