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La Loca del Cuchillo

Ante todo quiero decirles que esta historia es real. O fue real en los años 70 cuando ella caminaba por las calles de nuestro barrio, siendo el temor de grandes y chicos.

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Escribe Roberto D´Anna

Ante todo quiero decirles que esta historia es real. O fue real en los años 70 cuando ella caminaba por las calles de nuestro barrio, siendo el temor de grandes y chicos. Eran épocas feas, violentas, duras, en una Argentina gobernada por una dictadura feroz, macabra, años que jamás nos gustaría volver a vivir. Ella era diferente.

Jamás se le conoció un asesinato, un secuestro ni nunca fue presa. Comúnemente se la conocía como “La Loca del Cuchillo”; caminaba desde su domicilio de la calle Paez y Fray Cayetano, en pleno Flores norte, a hacer “las compras” o al quiosco de la esquina de Artigas.

Para los que la conocimos, en mi caso, por ser alumno de la escuela primaria República de El Salvador, a esa edad, la verdad, no le tenía miedo a nada. Por ejemplo con Facundo o Juan Diego y con Carlos González -de campana- entrábamos a ver revistas suecas al baldío de Franklin: o con Diego, Marco Bego y otros ibamos a okupar -en bicicleta los sábados a la mañana- casas abandonadas, como aquella esquina de Paez y Bufano.

Con el tiempo, nos enteramos que varios de esos domicilios, fueron de vecinos que debieron exiliarse rápidamente de nuestro país. Y que habían dejado hasta la pava caliente sobre la ornalla.

A lo único que le teníamos miedo era a las pruebas de matemática de Ana Berensztein y a La Loca. Esta última, hablaba un alemán cerrado, que ni Ingrid Engster, nuestra compañera rubia, de ojos claros, bonita, hija de alemanes, entendía. Diversas leyendas circulaban por el barrio: Que una vez había atacado a Don Benito, el verdulero del ex Mercado de Gaona y Artigas, porque le había dado una manzana de menos. U otra vez que buscaba a un vecino de la torre de Fray Cayetano 850 y caminó desesperadamente, una noche de viernes lluvioso, escalón por escalón, desde la planta baja hasta el piso 20, sin poder encontrarlo.

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Mis únicos compañeros que se le “animaban” a enfrentarla eran Stigliano y el “loco lindo” de ojos verdes y vos grave, Aulita, fanático de Ferro y sus colonias de vacaciones. Ellos le golpeaban la ventana de su domicilio y cuando se asomaba, le sacaban la lengua y salían corriendo. Hoy ese domicilio ya fue víctima de la picota para darle lugar a una bonita casa de una planta. Allí habitaba sola, muy sola.

Algunos me contaron con el tiempo que había sufrido -de muy pequeña- la segunda guerra mundial en un sótano durante varios años y que siempre vivió con miedo. Su cara, pálida, regordeta, con cachetes medios colorados, seria, con rostro de película de terror, la mantuvo hasta sus últimos días.

Quizás fue pionera en lograr que nadie “pase por su puerta”, y a veces salía rápidamente con su cuchillo, como hoy lo hacen con “puteadas” aquellos vecinos que ven defecadas por perros y dueños sus veredas o árboles, o quizás les estacionan en su garage y le dan ganas de salir con una bayoenta.

Porota, aquella loca de un cuchillo, que sobresalía de su billetera y que colocaba muchas veces bajo su axila, buscaba no pasar desapercibida nunca, como aquella vez que fue a la peluquería de Dino, pidió a los gritos un corte y asustó a la mamá de Diego Kidaguian y a tantas otras vecinas de barrio.

Por años, hablaba sola, miraba por las ventanas de los hogares del barrio, chusmeando quizás, como aquella vez que la descubrí en la esquina del PH de Carlos Antonucci, en la casona que vivía el economista Juan Carlos de Pablo.

A ciencia cierta, nadie conoce su final. Algunos dicen que tenía mucho dinero y le vendió un gran local a la Mercedes, el gran taller mecánico que continúa en pie. Con ese dinero, habría vuelto a su pueblo alemán natal, a vivir “en paz” sus últimos soles. Eso sí, sin el cuchillo, que quedó en Ezeiza cuando lo quiso pasar escondido en sus ropas.

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