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La invisible señora de la Lourdes
Eran las 11 horas del lunes 11 de febrero del 2013 cuando Jorge Mario Bergoglio, vía conversación telefónica, nos invitó a Alicia y a mí a participar de la misa que celebraría en la parroquia de Lourdes en el barrio de Flores, su barrio.
Escribe Hernán Bernasconi
Eran las 11 horas del lunes 11 de febrero del 2013 cuando Jorge Mario Bergoglio, vía conversación telefónica, nos invitó a Alicia y a mí a participar de la misa que celebraría en la parroquia de Lourdes en el barrio de Flores, su barrio, a las 6 de la tarde. Fue un día soleado y apacible después de una fuerte tormenta, y con pocas noticias locales trascendentes. En la misa del domingo, el cardenal Bergoglio había criticado duramente al gobierno por “la expansión de las drogas, la trata, la violencia y la corrupción en el país”. Los medios dedicaban un importante espacio al debate sobre el acuerdo con Irán por los procedimientos a seguir en la investigación de la causa por el ataque a la Amia.
En Pumacahua y Av. Rivadavia y en el resto de Argentina, pocos incluían el nombre de Jorge Bergoglio entre los posibles sucesores del papa Benedicto XVI. Una tarima en el medio de la calle a cuarenta metros de la Avenida Rivadavia. Sobre ella, un tablón que opera de mesa, un atril donde reposa una carpeta -imaginamos que con la liturgia de la misa-, una inscripción en la que se lee “sacerdote”, la cruz, el cáliz, la imagen de Bernadette Soubirous, Nuestra Señora Inmaculada de Lourdes, un micrófono y una silla. Un gentío de fieles y de vecinos del barrio ya se ha congregado en el lugar cuando a las 18 aparecen el cura-párroco Raúl Laurencena, tres laicos y el cardenal Jorge Bergoglio y ocupan la tarima.
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Como se puede ver en la foto es una cuadra de edificios de propiedad horizontal. Antes de iniciar la ceremonia, el entonces Arzobispo de Buenos Aires bendice a una pareja de novios fieles de la parroquia y luego concelebra la misa junto a Laurencena. Atardecía al finalizar la ceremonia, y en el mismo escenario los fieles iban desfilando para saludar al celebrante. En el instante en que comienza el rito de conclusión, antes de los saludos y la disolución de la asamblea, un grito: “¡Que Dios y la Virgen te hagan Papa, Bergoglio!” fue seguido por el clamor de un grupo que repitió una y otra vez: “Papa! papa! papa!”. Pude fotografiarla. Se trata de la cuarta mujer de la primera fila de derecha izquierda, morocha, con el cabello negro recogido y un vestido a rayas verticales blancas y negras.
Ni el cura, ni las integrantes de las comisiones de la parroquia, ni los vecinos a quienes consultamos después pudieron saber quién era. Puede apreciarse su vestido sencillo, pueblerino, los gestos firmes, la palabra impredecible y nítida que nos convoca a todos. Me impresiona su determinación, que se observa no solo en el modo en que se expresa, en cómo mira atenta y sujeta su cuerpo a la baranda para no volar con el grito-plegaria. Un instante de armonía y se instaló en el eco de todos para siempre. Una armonía que reflejó, a mi juicio, una experiencia religiosa, la presencia inmanente de lo trascendente acaso por intercesión del Espíritu Santo.
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“Annuntio vobis gaudium magnum: habemus Papam! Eminentissimum ac reverendissimum Dominum, Dominum Georgium Marium Sanctae Romanae Ecclesiae Cardinalem Bergoglio, Qui sibi Nnomen impossuit Franciscum”, fue la frase con la cual desde la ventana que da a la Plaza de San Pedro, el cardenal Jean-Louis Thauran anunció al mundo que el padre Jorge, sacerdote de Flores, era el nuevo Papa y que se llamaba Francisco.