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Filomena tuvo un sueño

Cuando decidió abandonar la ciudad italiana de Bari en 1938, Filomena Recchia tenía 19 años. Con su familia iban a emprender un viaje rumbo a América. Su hermano Miguel Recchia y su madre María Adoloratta Martellotta querían hacer realidad el sueño de progresar.

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Escribe Marina del Rivero

Cuando decidió abandonar la ciudad italiana de Bari en 1938, Filomena Recchia tenía 19 años. Con su familia iban a emprender un viaje rumbo a América. Su hermano Miguel Recchia y su madre María Adoloratta Martellotta querían hacer realidad el sueño de progresar. “Nos vamos. Llevaremos poco equipaje, ya que volvemos pronto”, le dijeron.

La desesperación de esta familia llevó a que, de un día para otro, decidieran ponerle fin a la pobreza que la Primera Guerra Mundial les había dejado. El panorama era extraño. Filomena hizo caso. Salió a la calle con lo que tenía, vestida como cualquier día, despeinada, con la ropa típica de una joven de los años ‘30.

Veintitrés

Un barco a vapor a punto de partir esperaba a miles de personas amontonadas que armaban filas con sus documentos en mano. María Adoloratta y sus hijos sólo tenían una improvisada valija que habían preparado a los apurones. Llevaban algo de abrigo, un poco de pan, galletas y una cantimplora con agua que sirviera como sustento en el viaje que estaban a punto realizar. ¿Qué vida buscaba cada uno de esos pasajeros? ¿Por qué María Adoloratta le había prometido a su hija que iban a volver?

HACERSE LA AMÉRICA

El barco zarpó. Filomena, con una mirada triste dejando escapar una lágrima, junto a su hermano y a su madre saludaron con su mano mirando a la nada, bajo el cielo soleado de Bari, ciudad que los vio nacer. Su cocina había quedado desordenada, y sobre la mesa habían dejado una bandeja de frutos recién cosechados. Esa fue la última imagen que vieron de su hogar.

María Adoloratta, Filomena y Miguel fueron tres de los miles de inmigrantes que escaparon de tierras europeas con un mismo objetivo: “Hacerse la América”. Sin saber, estaban escribiendo su propio destino a la deriva de las olas del océano, y a espaldas de la miseria y el hambre que la guerra había dejado en Italia. Las comisiones creadas en Europa por los efectos de la guerra y la necesidad de la mano de obra en Argentina, habían determinado el inicio de la oleada de inmigrantes europeos que ingresaban al país, en su mayoría de Italia y de España.

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Muchos de los que emigraban desde Europa hacia América pertenecían a los estratos sociales menos favorecidos, y varios de los que ingresaban declaraban ser campesinos. Aunque no todos lo eran, y eso María Adoloratta lo sabía: ella era costurera y había trabajado mucho tiempo junto a su marido Antonio, en un local de ropa para damas. Pero él había fallecido en 1937.

MALETAS AL AGUA

En 1938 la puerta a los inmigrantes en Argentina se había abierto del todo. Las nuevas poblaciones comenzaron a instalarse en áreas cercanas a las fronteras del país, pero la mayoría de los que inmigraban restringidamente se dirigieron a los centros urbanos, en especial al área metropolitana, atraídos por las oportunidades de trabajo en el sector industrial. A medida que se desarrollaban los centros urbanos, se radicaron artesanos, profesionales y técnicos, quienes traían su fuerza de trabajo como mano de obra barata para participar del proyecto agro exportador vigente.

Sin embargo, el país ya no ofrecía tanto trabajo como antes, y no se daban las condiciones políticas necesarias, ni siquiera económicas para que los europeos se sintieran atraídos. Ningún pasajero de ese barco imaginaba que iban a tener que arrastrar el peso de trabajar como esclavos, a cambio de monedas.

Todos sonrientes y mirando el océano iluminado por la luna, tuvieron una descomunal idea: tirar al agua las maletas de todos los pasajeros, como signo de fortaleza y de la nueva vida que deseaban tener en el nuevo continente. Ropa, sábanas, elementos personales y cubiertos flotaron sobre las olas. Nada los hacía más felices de saber que estaban escapando del próximo estallido de la Segunda Guerra Mundial.

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En un momento, el capitán del barco les había informado durante el viaje que si no llegaban a atravesar el Estrecho de Gibraltar y la Guerra explotaba antes, el barco debía regresar. Pero sus esperanzas fueron tan fuertes que arribaron a tiempo en tierra argentina, luego de quince días de viaje.

DEJARLO TODO, MENOS LAS COSTUMBRES

En ese momento, la distribución de la población inmigrante europea en Argentina era homogénea. A pesar de que la mayoría era de origen rural, varios se radicaron en Buenos Aires, y sus alrededores. Muy pocos se habían radicado en zonas rurales, instalándose en colonias agrícolas.

Cuando salió de Bari, Filomena había declarado en su formulario de salida que su profesión era ‘casera’. Sin embargo, era costurera como su madre y su padre. Sin una vida planeada y sin saber su futuro, Filomena recordó las palabras de su madre quien le había anticipado que pronto regresarían a Bari con dinero ahorrado, para cambiar de vida para siempre.

Pero que, mientras tanto, debían conservar sus costumbres cotidianas tales la forma de vestir, el régimen de horarios, las comidas italianas y su fe en Dios.

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El plan inicial era hospedarse en la casa de su tío Ángel, hermano de María Adoloratta, quien vivía en el barrio de Agronomía. Nunca le habían avisado, por carta, que venían. Lo buscaron, se quedaron viviendo allí un tiempo, y empezaron de cero. Aunque el panorama era desolador, preferían soportarlo antes que tener que volver a un escenario envuelto de guerra, muerte, malaria y hambre. Tenían que ingeniárselas para desarrollarse en algún ámbito laboral, aun sabiendo que lo poco que habían traído lo habían tirado al océano.

LLEGAR A FLORES PARA VIVIR

Filomena tuvo que trabajar como costurera, junto a su hermano, más de 15 horas por día por sólo unas monedas, que luego le sirvieron para ahorrar unos meses y alquilar una habitación en una pensión. Querían dejar de “vivir de prestado” en lo de su tío.

La vida ya no era como ellos se imaginaban. Trabajaban muchas horas y dormían poco. Envueltos en una cruel realidad, tomaron valor y siguieron adelante. Si pudieron soportar tanto sacrificio, un esfuerzo más era lo que tocaba en ese entonces, para seguir siendo fuertes. Pero ya no con la incertidumbre de “hacerse la América”, sino más bien con el anhelo de regresar a Italia con ahorros. Querían volver y continuar con la vida que dejaron casi congelada en el tiempo, en esa casa desordenada y con su cama deshecha.

Sin embargo, los años pasaron y fueron acomodando sus actividades, sus horas de arduo trabajo, y una alcancía que nunca engordaba. Una tarde de 1941, Filomena esperaba el colectivo en Flores y un joven, que esperaba como ella, la miraba constantemente. Arriesgada como le había enseñado su madre, Filomena le preguntó a ese hombre si quería decirle algo, ya que la incomodaba que la mirara fijo constantemente. Y fue así que conoció a Félix. Un hombre porteño que, de tanto mirarla esa tarde, terminó siendo su marido, cuatro años después. Se casaron y se transformaron en padre de tres hijas: Adriana, Marta y Patricia.

Hoy, luego de 84 años de aquel barco a vapor que llegó a Argentina, me encuentro escribiendo este relato como nieta de inmigrantes. Filomena dejó muy joven este mundo. No la conocí en persona, pero es casi como si la tuviera a mi lado ayudándome a escribir este relato. Se fue con el sabor de los sueños cumplidos, y se había asegurado de poder contar en detalle toda su historia a sus hijas.

Una de ellas es mi mamá Patricia, quién durante mi infancia me ha contado muchas veces -como si fueran los cuentos de princesas antes de dormir- la vida heroica de mi abuela. Filomena no había sido una adolescente cualquiera que le tocó escapar de la guerra con lo puesto. Ella le había hecho caso al pedido de su madre: mantuvo su corazón lleno de fe en Dios, escapó, se salvó, trabajó, resistió, conoció el amor, se casó y formó el hogar que tanto anhelaba. Filomena no necesitó el oro del mundo ni hacerse la América para ser feliz. Simplemente caminó con fe y lo logró.

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