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500 palabras sobre mi máquina de escribir
Yo sabía que estaba ahí, arrumbada en un cuarto entre otras de las tantas cosas que no sabemos muy bien por qué guardamos, pero que nos es imposible deshacernos de ellas.
Escribe Delia Sisro (*)
Yo sabía que estaba ahí, arrumbada en un cuarto entre otras de las tantas cosas que no sabemos muy bien por qué guardamos, pero que nos es imposible deshacernos de ellas.
Nunca consideré la posibilidad de tirar mi máquina de escribir, ni de regalarla. Condensa mi sentido más primitivo y más burgués de acumulación. Aún fascinada por las computadoras en las que copiar, pegar y mover eran lo más parecido a lo mágico, siempre supe que necesitaba que estuviera ahí, en ese cuarto, entre cachivaches y otros olvidos.
Hace un par de días, en un arranque a lo “Marie Kondo” decidí despojarme de lo que mi corazón admite como prescindible. Mi corazón no está capacitado para semejante distinción. Quiere dejar todo, por las dudas, quien sabe. Entonces me hice la desprendida -por un rato- y lo pronuncié varias veces: no necesitamos todo lo que tenemos, y con un devastador sufrimiento logré deshacerme de algunas cosas. Fue más bien por cuestiones prácticas aunque tuvo sus efectos terapéuticos.
La máquina permanecía en su estuche y en el fragor del caos estuvo dos días en vertical, a la espera de que un poco de espacio la hiciera otra vez la reina de mi escritorio.
La abrí como se abren las cosas muy queridas. Como si fuera un nuevo perfume. Como se destapa la olla de una comida deseada. Y de pronto, con todos sus aromas, me transportó al tiempo en que escribir consistía en ese tormentoso sonido de teclas como martillos rítmicos, feroces, implacables.
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Ayer volvía de noche desde Barrio Norte hacia mi casa, fue inevitable pensar en mis épocas de estudiante, en los días de facultad, en el mismo 106 que atraviesa la ciudad y mi vida. Esos tiempos de cansancio, de angustia pre-parciales, de alegrías pos-exámenes, de mi boca llagada, de cabecear en colectivos, de dormitar para recuperarme y leer un poco más.
Creo que, por diversas razones, los recuerdos siempre gravitan en campos minados y uno hace estallar al otro. Y además, a veces, el azar hace su parte.
El hombre que estaba a mi lado en el colectivo leía el diario. Cada vez que pasaba una página o que lo doblaba me transporta al tiempo del papel, a mi analógica adolescencia, a la máquina de escribir que hacía tan solo unos días también traía el aroma de la tinta.
Y todo volvió como si el perfume trajera una película: una canción de Silvio, el diario Crónica que leía mi padre, mi Página 12, el balcón de enfrente, las telenovelas que no miré, los prometedores cajones de fotos, el doble cassetera, el bombero loco azul, el carnaval con mis vecinas en el pasillo de la calle Morón, los pisos encerados, la señora Amelia que nos hacía caminar sobre los patines para no dejar marcas, y toda la vida por delante.
Todos mis recuerdos tienen la misma música de fondo: tenaces teclas en medio de la noche de un comedor en el barrio de Flores. No puedo volver. No puedo irme.
(*) Delis Sisro es la autora de “500 palabras, Miniaturas literarias”.