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El pasado persistente en los detalles que Flores nunca borra

Benjamín bajó del tren a las 13:45 de la tarde. Tenía el tiempo justo para llegar al banco. La sucursal quedaba ahí nomás, sobre Rivadavia. Mientras se dirigía hacia la salida se sonrió, con un dejo de no se sabe qué… Se revisó los bolsillos; todo en orden, el fajo estaba.

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Escribe Michelle Bendeck

Benjamín bajó del tren a las 13:45 de la tarde. Tenía el tiempo justo para llegar al banco. La sucursal quedaba ahí nomás, sobre Rivadavia. Mientras se dirigía hacia la salida se sonrió, con un dejo de no se sabe qué… Se revisó los bolsillos; todo en orden, el fajo estaba.

Hacía tanto que no viajaba en tren. No estaba mal, para variar un poco, pero qué suerte que ya el viernes iba a buscar el coche al chapista. Solía joderle bastante toda esa gente, el sol; la plaza con sus partes desagradables, como siempre… ni hablar de que con el traje se transpiraba todo.

La verdad es que Benjamín odiaba ir al centro, y eso que Flores ni siquiera era el centro. Cruzó la plaza con la mano prendida del bolsillo como una garrapata, y mirando fijo hacia el frente, rogando no encontrarse con nadie conocido.

Porque él había matado con la psiquis a todos los que allí quedaban, no quería ver a sus muertos regresar. Pero todo le recordaba a ellos: ese tufillo a pochoclo y a pancho por todas partes, los nenes de la mano de las doñas que llevan bolsas, el tráfico de la avenida y las liquidaciones de temporada…

“Tomá mamá, prefiero que lleves la plata vos en el corpiño y que no vayamos al banco, es aburrido. Cuando sea grande yo creo que la gente ya no va a usar plata; va a ir a los almacenes a llevarse lo que más le gusta, sin pagar nada.

Si, en serio. Entonces no vamos a tener que hacer colas en los bancos y cuando terminemos de conseguir los vaqueros para papá y los calzoncillos nuestros nos va a quedar más tiempo para ir a la plaza. Nos comemos un helado, ¿dale? Y después yo me quedo en la hamaca y vos te vas a ver esos maquillajes, porque eso también me aburre un poco. Igual me encanta cuando salimos nosotros solos…”

Benjamín cruzó la calle apretujando los billetes; se los hubiera tirado todos al viento. Enseguida los puso en la ranura voraz del cajero de los depósitos y se limpió las manos con alcohol en gel.

Se persignó al pasar por el frente de la basílica y huyó despavorido al ver en las escalinatas a un crío que succionaba leche materna.

Volvió por Rivera Indarte, y juró que nunca más volvería al barrio.

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