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La avenida Avellaneda, un domingo a la noche

Camino por la solitaria y silenciosa Avenida Avellaneda, en el barrio de Flores, un domingo a la noche. Me gusta ver el cielo por encima de los negocios cerrados.

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Escribe Delia Sisro (*)

Camino por la solitaria y silenciosa Avenida Avellaneda, en el barrio de Flores, un domingo a la noche. Me gusta ver el cielo por encima de los negocios cerrados. Por momentos parece el cielo de un pueblo tranquilo que no conoce el barullo de este centro comercial.

Además de las persianas bajas de los locales, unos pocos edificios y algún que otro desencontrado como yo que camina a estas horas. Los que circulamos parecemos desprovistos de miedo. Deambulamos sin mirar al piso como aquellos que conocen toda la superficie por la que se mueven.

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Me quedan 25 cuadras por delante y me gusta ver a lo lejos las luces de un local en construcción y suponer la esperanza de los que algún día lo soñaron.

Busco el quiosco del “hombre bueno”. Nunca supe cuándo cerró, nunca supe qué fue de su vida. Caramelos sugus de damasco, chocolates Jack y anillos con flores y coronas que cada mañana inauguraban la alegría de camino al colegio.

Un poco más allá la que fue mi escuela, mis cuadernos de poemas, el recuerdo de la rudeza amorosa de Lucio, el portero. Enfrente, la muerte de Rucci, un poco más allá un templo que alguna vez fue mi casa. Hasta ahí un trayecto que casi 4 veces al día recorrí por 25 años. Un cuarto de siglo pisando las mismas baldosas, mirando las pequeñas transformaciones que convierten el escenario en uno totalmente distinto y, sin embargo, tan igual al de entonces. Con el mismo Silvio sonando ahora en Spotify en lugar del walkman.

Viví a la luz de esos negocios abiertos, soñé cuando esos negocios se cerraban, con la calma de la tarde, con los sobresaltos de las motos por la avenida, con el silencio de la noche y los fines de semana cuando mi calle se desdoblaba y se convertía en un pueblo desierto en el que se sabe todo, nunca pasa nada, pero como sonaba otra canción: tanto ocurría sin ser visto.

Veo los edificios en los que alguna vez vivieron algunas amigas, me pregunto por ellas, por sus nuevos destinos, por lo que sentirán hoy al pisar estas calles, me pregunto si tendrán motivos para volver, me pregunto por las que no se fueron nunca.

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Ya no existe el único bar que existía cuando era adolescente, un imponente edificio se levantó sobre la taza vacía del café con leche que me pedí entonces orquestando un proyecto que nunca fue más que eso.

Veo iluminada la iglesia que jamás vi abierta, se imponen los recuerdos de la tarta de banana de San Ceferino que hace mucho no sabe como en mis recuerdos, la escuela del Chaco y la ropa tendida en la entrada para invocar algo del cuento de Cortázar: La escuela de noche.
La estación de servicio que ya no está y más allá de la plaza, otro barrio, otro movimiento, otra agitación que me lleva a pensar que siempre hay un largo camino hasta llegar a casa.
(*) Delis Sisro es la autora de “500 palabras, Miniaturas literarias”.

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