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Personajes

El Hombre de los tres anteojos

Escribe Roberto D´Anna

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Escribe Roberto D´Anna

El hombre de barba gris, entra, saluda y se sienta en la Mesa Joven de la Ex Odeón. Se calza uno, dos, tres pares de anteojos y -tal cual dos porciones de muzzarella y una de fainá- comienza a leer Página/12.

Me mira por afuera de los lentes. Lo saludo y le digo a media voz: “Nos volvemos a encontrar”. Baja la vista y no vuelve a dirigirme su atención. Sucede que ayer, también al mediodía, pero en La Porota, ambos compartimos la barra deglutiendo sendos sandwiches de chorizos en amplios panes franceses, casi al unísono.

Esta vez, yo ya había concluido mi promo 1. El frío de un invierno crudo entra y entra por la puerta casi giratoria de la pizzería de la esquina más famosa de Flores, que decidió increíblemente bajar sus precios un 20%, en una inflación real del 40 en lo que va del año.

Desde mi lugar, se puede ver una Plaza Flores, cerrada por lluvia, según pudo decirme luego Eduardo, el oficial de la 38. Ese día, la Mesa Joven de un largo mármol gris clarito se convirtió en un rejunte de personajes que habitan, en sus bancos, la plaza bicentenaria. Casi todos, de vista, quizás se conocían. Ahí aparece en mi memoria y recito suavecito un párrafo de una poesía de Baldomero que creó hace unos 75 años que dice así “Noche en la plaza de Flores, la niebla se llena de ojos, azules, verdes y rojos. De ojos, de estrellas, de flores”.
Sin equivocarme, en esta mesa estaban todos los colores de ojos que Fernández Moreno resumió alguna vez y que hoy perduran. Como estáticos, sin vida, estos personajes estaban en mi mesa, quizás entregados para que tome mi lapicera de pluma Pelikan para zurdos y retome mi idea de volver a escribir la contratapa del diario que fundé hace exactamente 19 años.

Pero a esa mística que tiene Flores, se sumaban a la mesa, un oficinista apurado de una agencia de autos vecina, la señora mayor que había ido al Nación y un estudiante del Lasalle.

Un viejo mozo que está allí desde los noventa, morochón, bonachón, los mira, se da cuenta que no consumen pero los deja: sabe que en la Plaza llueve.

No hacen mal, solo piensan y hasta uno setentón de pelo desparejo gris coloca por minutos sus manos en forma de cruz y se queda dormido, tranquilamente. Nadie lo molesta. Buscan su paz. Hasta que Oscar, el mozo con casi cincuenta años en la pizzería, siempre apurado y de poco humor, golpea fuerte, por un “americano”, la bandeja de acero inoxidable en la barra.

El anciano despierta de su siesta, como asustado. Mientras tanto, el hombre de los tres lentes, se levanta, va a la barra, pide y luego busca el ticket para sus medialunas que serán ahogadas en café con leche y se trasladarán en el aire, mojando las páginas pares e impares, 16 y 17 correlativamente, del diario propiedad del sindicalista de los porteros. Con lo que queda de café, sin apuro, mientras se acomoda los tres pares de anteojos para que hagan foco ya en la 18, toma una cuchara y la carga con líquido para ir, de a poco, terminando su ritual.

Ya son las dos de la tarde. Sigo pensando en qué piensan ellos, mientras olvido mis problemas. Doblo el papel escrito y me dirijo a Buffalo Bill, la fantástica armería que resiste en Rivadavia.

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