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¡Dios mío! (Oh, My God!)

La expresión “¡Dios mío!”, es tal vez una de las más repetidas sobre la tierra. No se trata de un dicho sólo de religiosos, sino que lo utilizan indistintamente las personas creyentes como quienes se definen agnósticas o ateas.

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Escribe Sergio Lopez (*)

La repiten hombres, mujeres, niños, adultos, y aparece en cualquier charla social, y con mucha frecuencia en los diálogos que forman parte del guión de cualquier serie o film.

Pero, ¿de dónde surge esta expresión??? Podemos pensar que es sólo el producto de una reproducción social (algo que se va transmitiendo por simple uso y repetición), aunque me llama mucho la atención el hecho de que siempre se utiliza en situaciones muy específicas (de necesidad, de asombro, de temor, de incomprensión, de insatisfacción, de espanto y hasta de angustia), y que además, la encontramos como expresión casi universal. La escuchamos en español (¡Dios mííííoooo! -así, estirando las vocales-), y la podemos reconocer en inglés (Oh, My God! – My gosh!), en francés (¡Mon Dieu!), en portugués (¡Meu Deus!), en italiano (¡Dio mío!), etc., aún sin saber hablar estos idiomas.

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Recuerdo un suceso particular en el que el apóstol Pablo estando en Atenas expresó lo siguiente: “..Veo que ustedes son muy religiosos en todo sentido, porque mientras caminaba observé la gran cantidad de lugares sagrados. Y uno de sus altares tenía la siguiente inscripción: “A un Dios Desconocido”. Este Dios, a quien ustedes rinden culto sin conocer, es de quien yo les hablo. Él es el Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él. (…) Él es quien da vida y aliento a todo y satisface cada necesidad. (Hechos 17.22-26)

Me parece haber un interesante paralelismo entre aquella situación de los griegos y nosotros, hoy.
A muchos se les hace muy fácil creer en la tierra, la energía, las piedras, las cintas rojas y diversidad de amuletos, sin embargo claman a un Dios que desconocen y muchas veces niegan.

Hace algunos años conocí a una terapeuta (psicóloga) que sentía un gran rechazo por las personas de fe a quienes tildaba de “inmaduras” e “infantiles” por el hecho de creer en la existencia de Dios. Esta mujer, a medida que fue sintiéndose más libre para expresarse acerca de sí misma, compartió sus sentimientos de soledad y angustia por estar viviendo una vida que le llenaba de hastío y sin sentido. Fue conmovedor ver sus lágrimas y escucharla decir: “En algunos momentos, solo estoy deseando que existieran ‘unos brazos gigantes’ que pudieran abrazarme para sentirme segura, valiosa y amada.”

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Esta persona no hablaba en sentido romántico, sino desde un profundo dolor existencial. Ella no se permitía creer en la existencia de Dios, sin embargo, transitaba su vida necesitándolo y deseando poder tener un encuentro con él… tal vez esto también le ocurre a muchos que utilizan, casi sin conciencia, la expresión: ¡Dios mío!

En el discurso de Pablo en Atenas leemos que dice: “Su propósito (el de Dios) era que las naciones buscaran a Dios y, quizá acercándose a tientas, lo encontraran; aunque él no está lejos de ninguno de nosotros. Pues en él vivimos, nos movemos y existimos.” (Hechos 17.27-28)

Dios tiene el deseo de acercarse a nosotros, y realmente está cercano, pero no puede obrar en nuestras vidas si es que lo negamos. Por eso, el Salmo 145.18 nos inspira de un modo particular. Dice:

Deseo que en esta semana puedas animarte a la experiencia de verdadera fe que te lleve a clamar: ¡Dios mío!, pero ya no como una frase producto de la costumbre sino desde la actitud y decisión de tener un encuentro verdadero con el Dios eterno y creador.

(*) Colaborador de la Iglesia Bautista de Flores

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