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Mi casita de Manuel Eguía

Cuánto silencio en la casa del pasaje Manuel Eguía…Pequeño por donde se lo mire, en estrechez y longitud; sólo tres cuadras llevan el nombre de quien según tengo entendido se dedicaba a la agrimensura.

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Escribe María Gabriela Sirignano

Cuánto silencio en la casa del pasaje Manuel Eguía…Pequeño por donde se lo mire, en estrechez y longitud; sólo tres cuadras llevan el nombre de quien según tengo entendido se dedicaba a la agrimensura. En mi infancia, ese pasadizo mágico, en cuyos extremos se encuentran la autopista 25 de Mayo y la Av. Asamblea, era mi mundo. Y dentro de él, mi hogar, en el que las paredes parecieran proclamar a gritos tantos sonidos apagados.

Cierro los ojos y los recuerdos comienzan a desfilar delante de mí uno tras otro. Cada espacio guarda una historia, un sentimiento. Y así, lentamente, puedo oír los pasos por la escalera. Cada uno de sus escalones atesora las huellas de nuestro andar. Adivino así, el paso pesado de papá que hacía crujir la madera, o el galope de mamá, que siempre andaba a las corridas. También nuestros pasos saltarines, que nos hacían subir de dos en dos o saltar tres o cuatro escalones juntos, al llegar a la curvita final, esa que en todas las casitas bajas desemboca en la puerta de entrada, bien pegadita a la cocina. Todo era parte del reto…

De pronto, el sonido de la leche hirviendo en la cocina atrapa mi atención. Y junto a él, puedo percibir el aroma del café con leche de las mañanas, mientras nos vestíamos para ir al colegio, con cabellos bien tirantes y trenzas prolijamente enlazadas, rematadas con moños blancos o azules. Miro por la ventana del living, en la que tantas veces esperábamos a mamá cuando iba a hacer las compras a Varela, y allí están ellos, los árboles, fieles testigos de nuestro crecimiento. Los veo inclinados como si quisiesen husmear, entre tantas historias de mi querido barrio de Flores. Si ellos me hubiesen contado, que a poquitas cuadras de mi casa había vivido quien décadas después sería elegido Papa, no les hubiese creído. Veo sus hojas amarronadas, crujientes, y puedo descubrirnos pisándolas, para deleitarnos con el sonido que hacían debajo de nuestros pequeños zapatos. Puedo sentir el olor que emanaban al quemarlas y puedo recordar la algarabía que nos generaba, ver cómo se iba acrecentando la fogata.

Observo las paredes y aún escucho el sonido de la radio por las mañanas, los tangos y melodías de los sábados, el sonido de las carreras de autos de los domingos, que el viento, cual niño travieso, le robaba al cercano Autódromo para que pudiésemos percibir el rugido de los motores. Puedo ver las meriendas con chocolatada y anillitos, precedidas por un despliegue de libros, cuadernos y lápices llenos de color, a la hora de las tareas. Veo las tardes de dibujitos, las vueltas alrededor de la mesa sobre la espalda de papá, Gabriel, quien nos hacía sentir verdaderos jinetes; veo las funciones de títeres que nos hacía mamá, María Delia. ¡Qué emoción cuando los veíamos aparecer, sobre la sábana que se desplegaba en la arcada del living! Esa misma arcada que ofició tantas veces de arco de fútbol… Veo también las peleas en la mesa, para captar la atención e intentar hablar primero.

Puedo escuchar risas, llantos, canciones, murmullos, gritos, besos, muchos besos. Miro a mi alrededor y me embarga una mezcla rara de sensaciones. Siento tristeza y alegría  a la vez. La verdad, no sé si por esa capacidad de supervivencia que tenemos los seres humanos o qué,  prefiero quedarme con la última. Ese sentimiento que me permitió recordar cada momento en mi hogar de Flores, con las personas que me enseñaron el valor de una familia.

Amor, generosidad, complicidad, esperanza, comunicación, respeto, entrega incondicional… Todo esto encierra mi casa, esa que vivió junto a nosotros experiencias maravillosas, esa que nos llevó a ser proclamados una “patota”.

La misma que hoy guarda silencio… Pero me gusta pensar que nunca nadie podrá quitarle, ni acallar, los sonidos que guardan sus paredes.

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