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Las cosas que se piensan cuando se camina por la calle Alberdi

Nunca caminé sola por la calle Alberdi. Pero hoy la voy a seguir entera, hasta la casa de las gallegas en Floresta. Necesito caminar, y pensar en cosas que sólo se piensan cuando se camina. ¿Cuáles cosas se piensan cuando se camina? Cada cerebro dispara a mundos distintos…

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Escribe Michelle Bendeck

Nunca caminé sola por la calle Alberdi. Pero hoy la voy a seguir entera, hasta la casa de las gallegas en Floresta. Necesito caminar, y pensar en cosas que sólo se piensan cuando se camina. ¿Cuáles cosas se piensan cuando se camina? Cada cerebro dispara a mundos distintos…

Ese día me puse a jugar a la escena del crimen. “¡Como si ya no hubiera demasiados crímenes este barrio! Está tremendo, tremendo…”. Pero cómo lucía esa mañana… Era bien blanca, bien calma…no se movía una hoja, no se sentían ni los resoplidos de quienes se te atraviesan y encima protestan. Me puse a cantar con la seguridad de que nadie me escuchaba. Le cantaba a la primavera, aunque hiciera un frío terrible. Tenía los dedos entumecidos pero todo estaba radiante de sol. Iba por una altura coqueta de la calle Alberdi, me reía de cantar, y se me ocurrió que no podía parecer todo tan bien.

De golpe, me asaltó la contundente sospecha de una muerte. Por supuesto, una muerte en extremo violenta, perpetuada por un ser muy macabro y padecida por una florecita. El barrio lucía tan exactamente así, que no hacía falta imaginar nada.

Desde una ventana, una mujer pasaba la botamanga del jean por la máquina de coser, mientras escuchaba la radio despreocupadamente, sin imaginar que justo unos minutos antes, a tan sólo unas casas de ahí, la pobre, pobre, María Magdalena Darnieri, vecina de la calle Pedernera, 21 años, estudiante de psicología, promedio diez… No, mejor no, mejor ni decirlo.

Seguí derecho, sintiendo la complicidad del horror y la lástima en cada una de las miradas que cruzábamos los pocos que errábamos por ahí. Aunque la policía no llegaba se la presentía, sí; no se escuchaba la sirena pero era evidente que en algún momento aparecería el patrullero por alguna calle, quizás a contramano, ameritado por la urgencia, no sea que se desparramen demasiados litros de esa sangre tan inocente y que otro inocente tenga que verse obligado a fregar de más.

Sin embargo el asesino andaba suelto por estas calles, y podía ser cualquier apacible persona: lo imaginé paseando a su perro, incluso juntando la caca con una bolsita, como un ciudadano ejemplar. También lo ví afilando un cuchillo enorme en la carnicería San José, mientras algún cómplice le decía: “hay que preparar milanesas”… Sin embargo decidí que el hombre en cuestión, sería un hombre y sería hermoso. Decidí también que en este preciso momento me miraba con misterio desde la vereda de enfrente. “Asesíname”, pensé, como una muchacha traviesa. Pero lo de arriesgada me duró poco: luego de una descarga abrupta de adrenalina, apuré el paso y no me volví a mirarlo ni por equivocación. Seguí derechito por Alberdi.

“Buena hija, buena amiga, excelente en todo… ¡hasta voluntaria en una fundación!… Pero… ni hablemos, para qué hablar de lo que ya no sirve. Si no la vamos a resucitar.” Todo estaba tan calmo, que me parecía que en cualquier esquina me iba a encontrar con todo lo que faltaba del barrio aglomerándose alrededor del móvil de algún noticiero. Flores sería protagonista esta vez, y lo sería tanto que las señoras se pintarían la boca cuidadosamente antes de salir a la calle y los florenses por fin podrían dominar la conversación en las sobremesas con los parientes del centro. Se aprendería a llorar espontáneamente, para los periodistas que aparecen en momentos inesperados, y se interrogaría a todos los conocidos posibles, buscando tener alguna vinculación con la pobre, pobre María Magdalena… ¿Cuál sería la mía?

De repente escuché que repicaban las campanas de alguna iglesia cercana y sentí un pequeño vértigo, quién sabe por qué. Apuré el paso, derechito derechito por Alberdi, evitando escuchar. Quizás alguien se estuviera casando, o fuera en punto. Sí, ya debían ser las doce en punto. Me persigné instintivamente, como bendiciendo esa hora, y corrí hasta la parada del 126, que sirve bien para ir a lo de las gallegas.

No camino más por la calle Alberdi, no camino sola. Porque prefiero no pensar en las cosas que se piensan cuando se camina, si no tengo ni siquiera la entereza de no mezclar, cuando bebo de los brebajes inciertos de mis ficciones.

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