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Personajes

La leyenda del Balón de Gaona

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Escribe Santiago Carrillo

El término de la Segunda Guerra Mundial sucumbió a todo el continente europeo en una de las más terrible hambrunas de su historia. España, en donde se imponía el régimen del dictador Francisco Franco desde 1937, no fue la excepción. En esta situación de podredumbre, en un pueblo ubicado al norte de la península, en las afueras de la Provincia de Asturias, Lino Rosales, sus 9 hermanos menores y sus padres “se encariñaron con el maíz”. Lo cosechaban, molían y hacían una torta que representaba su casi único alimento.

Lino entendió que tenía que aportar económicamente a su familia como fuera. El primer intento fue trabajar en las minas de carbón asturianas, en las que por semana morían al menos cinco personas. Su madre puso el grito en el cielo y le dijo: “¡Antes de irte a la mina, te vas a hacer la América!”.

Y así fue. Las festividades de fin del año 1952 fueron la peor de la vida de Lino porque el brindis también significó la despedida con los familiares, a quienes no sabía si volvería a ver. A los 22 años abandonó solo las únicas tierras que conocía en búsqueda de la prosperidad, cargado con un liviano equipaje lleno de angustia y miedo.

En Argentina lo esperaba un tío que ni siquiera conocía por fotos. Este le consiguió trabajo en una lechería, en la que realizaba turnos maratónicos desde las cuatro de la tarde hasta las seis de la mañana, incluidos los domingos; durmió en un catre de una pieza compartida por 15 pesos en la zona de Belgrano y durante un tiempo ahorró el poco dinero que ganaba a la espera de una oportunidad.

El Balón

Hacia 1940, en la esquina de la calle Bolivia y la avenida Gaona se encontraba una humilde edificación de un piso que comprendía una vivienda y un almacén barrial. Una década después se convirtió en un restaurant y fue comprado por un grupo inversor que lo bautizó El Balón, un símbolo del barrio de Flores. Sin embargo, los nuevos propietarios no tenían intenciones de explotar el lugar, sino volver a venderlo y generar ganancias en base a la especulación inmobiliaria. Cuando un interesado se acercaba a analizar el local, los dueños lo llenaban de “grupines” para figurar como si fueran clientes y demostrar la prosperidad de la empresa. Hasta que un emprendedor cayó en la trampa.

Al poco tiempo de concretar la transacción, ni siquiera un alma se atrevía a pedir un café. Para recuperar el dinero invertido, el nuevo dueño le ofreció a Ángel, uno de los mozos de origen español, la concesión de la cantina a cambio de la indemnización y un dinero extra a su favor. Rápidamente se contactó con Nieto, Julio y Fernández. Estos juntaron la plata, pero no llegaban al monto que les exigían.

Entonces, Ángel buscó a Lino y le ofreció formar parte de la sociedad.

– ¿Hubo situaciones concretas en las que dudó en sumarse al proyecto?

– La vida en el pueblo me hizo aferrarme a cada posesión que tenía y no era fácil apostar, porque desde niño que nunca había tenido la certeza de que el día siguiente iba a poder comer. Además, era muy difícil comprender la economía de un país que para mí era nuevo: en ese entonces recuerdo que se podía comprar un dólar con 80 centavos de peso, y eso era muy extraño.

Una semana antes que el General Lonardi haga estallar la sublevación militar en Córdoba que derrocó la segunda presidencia de Juan Domingo Perón, el 9 de septiembre de 1955 El Balón reabría sus puertas con nuevos dueños. Cinco socios que empezaron a pelearla con horarios largos y sin dinero en las manos. De hecho, no todos podían cobrar: solo lo hacían Ángel que tenía un hijo y Julio que acarreaba serias deudas.

Pero de a poco comenzó el juego del Balón que se adueñó del verano gracias a la cerveza tirada que se servía como en ningún lugar. Tal fue así que en 1970 tuvieron el record de ventas en todo Buenos Aires: 1350 litros en un fin de semana.

-Además de la cerveza, ¿Qué no puede dejar de probar alguien que viene al Balón?

-A la gente le encantaban nuestras salchichas. Pero lo más importante fueron las papas fritas: ¡A ninguno le salió jamás como a nosotros!

-¿Cuál es el secreto?

-Muchas señoras del barrio venían a preguntarlo fascinadas y nosotros les enseñábamos, por supuesto. Lo que sucede es que la papa chica tiene más gusto. Entonces, hay que hervirla con piel y después pelarla.

Como la cantina funcionaba bien era necesario que dejara en el tiempo su aspecto de casona antigua. Entonces, en 1961 se embarcaron en la primera gran remodelación. La parte de exteriores no podía modificarse, porque el contrato del alquiler que estuvo vigente hasta 1992 no lo permitía. Pero los grandes ventanales con marcos de madera eran propicios para dejar ver un salón amplio y rectangular que estaba repleto de floreros, paredes adornadas en mosaicos amarillos y un mostrador con una barra que tenía de fondo un espejo con un letrero luminoso verde para que nadie se olvidara que se estaba en El Balón. Además, consiguieron el local de al lado para ubicar más mesas y agrandaron la cocina. Luego, en 1968 se realizó una segunda reforma en la que brindó más ímpetu a lo ya construido.

-¿Cómo generaron la identidad barrial y amigable del Balón?

-Nuestro mayor mérito fue traer a la familia por encima de futbolistas o artistas. Por las características que tenía el lugar antes de que nosotros seamos los dueños, frecuentaban mucho las barras de Flores donde nunca faltaba el que volcaba la cerveza y comenzaba algún desmán. Nosotros no queríamos eso en nuestra casa.

-Pero tampoco podían negarle la entrada…

-¡Por supuesto! De hecho, nosotros dejamos pasar al baño aunque la persona no consuma. Creo que es una cuestión humana básica. Pero tomamos medidas como prohibir el juego y las palabras ofensivas, que se decían a gritos. También venían prostitutas a buscar clientes, y eso no lo dejamos hacer más tampoco.

El Balón de hoy

En la actualidad, Lino está solo. En el ’59 Julio se fue a Venezuela; en el ’72 Fernández se fue a Mar de Ajó y Nieto a España. Finalmente, en 1992 Ángel también viajó hacia la península ibérica y le vendió su parte a quien había sido el último en sumarse a la sociedad.

Lino suele estar parado detrás del mostrador y atiende la caja como si fuera el primer día. Su yerno le ayuda en el trabajo, pero él siempre se adelanta a tomar tareas y decide ir a pagar unas cuentas que no dejan de estrangularlo.

En algún momento se toma un descanso y lee los titulares de los diarios. Frunce el ceño y estira las arrugas de su frente calva, luego de que se entera que en lo que va del año ya cerraron 32 restaurant del estilo del Balón.

¿Por qué retrocedimos?, piensa Lino mientras se abraza su delgado cuerpo por una corriente de viento que siempre se filtra por las puertas, dolido por la economía de un país que lo siente propio. Entonces, mira un vaso y lo analiza: eran mejores los que se fabricaban en 1950. “Teníamos una buena industria pero, ¿Qué paso?”, se sigue preguntando sin encontrar respuesta.

-Usted se dedicó toda una vida al Balón, incluso estuvo 16 años sin tomarse un franco, ¿Qué lo motiva a seguir trabajando con 86 años?

-Si uno es mayor y se queda quieto, la vejez hace que uno mire hacia atrás. Si yo me pongo a recordar que con 23 años tuve que irme de mi país y que estuve dos décadas sin ver a mi familia, solo me quedaría llorar. Por eso hay que moverse, aunque mi agilidad no sea la de antes, pero mentalmente estoy impecable. Y además, El Balón es mi vida, ¿Cómo lo voy a dejar?

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