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El churrero de Flores

Pablo Arévalos alegra Flores con churros, bolas de fraile y dulce de leche todos los días de la semana. Transita las calles, conoce a la gente. Los secretos de una profesión que anda siempre en bicicleta por el barrio.

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Escribe Santiago Nuñez

Son las 17:50 de un jueves y el sol empieza a caer. La avenida Bilbao está tranquila. A lo sumo se escucha el ruido de los regadores artificiales del boulevard. El silencio se desmorona cuando suena un silbato muy fuerte, seguido de un grito de “hay churro” con un alargue en la “o” y una fuerte entonación en la “erre”.

El hombre tiene una bicicleta con un canasto. Adentro lleva lo que endulza a Flores todas las tardes. Los chicos salen del colegio Luján Porteño y la merienda los espera en la puerta. “El churro y la bolita con dulce de leche es lo que más sale”, dice Pablo Arévalos, uno de los vendedores de churros con más años en el barrio, quien prefiere evitar formalidades: “Pablito, como me dicen los pibes”.

Pablo lleva adelante su labor hace veintisiete años en Flores. “Desde los 17 años hasta ahora que tengo 44 siempre vendí churros”, indica. Suele hacer el mismo recorrido todos los días de la semana. “A la mañana voy a comprar los churros a la fábrica ´El Sol de Galicia´, y después me voy para el fondo. Voy por el Bajo Flores, la zona del cementerio y la calle Balbastro. A las 11 termino y me voy a buscar al mediodía más churros para la tarde”

La tarde, sin embargo, le depara nuevos caminos. “Hago otro recorrido. Voy por los colegios. Voy al Naval, que está en Alberdi y Pergamino; al Nuestra Señora de La Paz, que está en Pergamino y Rivadavia. Luego hago un poco de barrio por Alberdi, donde están los negocios de azulejos y toda esa zona y después me vengo al Colegio Luján Porteño”.

Cuando Arévalos dice que hace “barrio” quiere decir que va por las calles con su bicicleta y va parando calle por calle. “Voy tocando el silbato. El fin de semana se ve más. Paro en las esquinas, espero a la gente que ya más o menos sé por dónde, qué y a qué hora compra”. Sábados y domingos, a su vez, el recorrido es distinto. “Arranco en Rivadavia y Quirno y voy bajando despacito. Agarro Alberdi, José Martí. Once y media corto. El domingo a la tarde, si está lindo, voy al Parque Avellaneda”. Solamente un lunes o un martes puede ser considerado día de franco.

En los colegios, los chicos lo saludan, le dan la mano. Pablo les pregunta a las madres cómo están sus familias. “¿Y Diego? Hace varios días que no lo veo”, le pregunta a una señora que con muchas ganas le responde: “está estudiando a full”. “¿Te puedo pedir y te pago después?”, dice una madre que sale de buscar a sus hijos. “Dale, en un rato paso por tu casa”, responde Pablo.

Los planes de Pablo suelen cambiar en verano. Por un corto tiempo, entre fines de noviembre y una parte de diciembre, se dedica a vender helados. “Cuando hace calor. Cuando hace 30 grados la gente no te compra churros”, indica. Luego se va a la costa de San Clemente, donde trabaja con unos conocidos de allí en temporada. Dice que los suyos son “los mejores del condado”: “Voy a la costa y veo lo que son los otros churros y me pongo loco”.

“Tres por veinte”, suele ser la frase más escuchada por Pablo, quien rápidamente coloca los bastones en la bolsita de madera que luego rociará con azúcar. Vende, según sus propios cálculos, entre cuarenta y cuarenta y cinco docenas de churros por día. También ofrece bolas de fraile y churros bañados.

Si bien él y su familia son de Villa Soldati, desde hace más de 25 años que transita Flores. “Me gustó venir y de repente empecé a conocer gente. Te gusta y te quedás. Es como que te atrapa”.

Ya son las 18: 30. Bilbao vuelve a estar tranquila. Los chicos ya salieron de la escuela. Pablo se sube a su bicicleta violeta y empieza a andar para el lado de Portela, se mete en los ocultos pasajes florenses Bustillo y Lanús. Y el silbato vuelve a sonar.

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