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Cómo la Fiebre Amarilla hizo crecer al barrio

El mundo entero se vio golpeado ante el veloz avance de la pandemia del coronavirus. La vida de los vecinos de golpe cambió. Ya no pueden circular por las calles del barrio libremente y debieron extremar los cuidados para tratar de evitar más contagios.

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Escribe Dra. Natalia Rivarola

El mundo entero se vio golpeado ante el veloz avance de la pandemia del coronavirus. La vida de los vecinos de golpe cambió. Ya no pueden circular por las calles del barrio libremente y debieron extremar los cuidados para tratar de evitar más contagios. Pero, aunque es la más transcendente por las medidas que se están llevando a cabo, no es la primera crisis que se sufre en materia de salud. Sin ir más lejos, muchos recordarán el estado de alerta durante el 2009 con la gripe porcina. Pero yendo más atrás en el tiempo hubo otra que afectó tremendamente a Buenos Aires e hizo que se produjeran grandes cambios en Flores: la fiebre amarilla.

La primera vez que se registró Fiebre Amarilla en la ciudad fue en el verano de 1857, oportunidad en que cuatro marineros uruguayos infectados cruzaron el Río de la Plata. Tres de ellos murieron, pero la enfermedad no avanzó por nuestras calles. Hubo más adelante un par de alarmas, pero tampoco se propagaron. Por lo tanto, si bien a comienzos de 1871 existía cierta preocupación del Gobierno por la epidemia que estaba afectando a las poblaciones de Paraguay y Brasil, era solo un tema más en la agenda. Ese año, los tres primeros casos de fiebre amarilla tuvieron lugar en San Telmo, el 27 de enero. Y aunque la noticia se conocería días después de las muertes, se advertía a la población que no había motivo de alarma. Esa presunta tranquilidad duró apenas tres días: el 4 de febrero se estableció un cordón sanitario para aislar a dicho barrio del resto de la ciudad.

Las casas donde se habían producido las muertes fueron cerradas, se quemaron los muebles y se desinfectaron todos los ambientes. Esto se debe a que se desconocía cuál era el agente de contagio. El 7 de febrero, Buenos Aires fue declarado puerto infectado. Se resolvió que ante la aparición de un contagiado, todos los habitantes de la casa debían ser sacados de allí y puestos en cuarentena en un lazareto.

De 6 muertes en enero se pasó a 298 en febrero y 5000 en marzo. Se calcula que en cinco meses fallecieron cerca de 14.000 personas, el 8% de la población de Buenos Aires. La Fiebre Amarilla lapidaba sin piedad en las zonas urbanas donde reinaban el hacinamiento y la falta de higiene, perfecta combinación para que el mosquito aedes aegypti -mismo que hoy transmite el dengue, otro grave problema en el barrio – se reprodujera. Los ataúdes se dejaban en la puerta de cada casa, llegando a apilarse uno sobre otro.

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Fue durante este panorama estremecedor que las familias de la aristocracia decidieron refugiarse en sus quintas de descanso y se instalaron así en el entonces pueblo de Flores, que ya era conocido por estas construcciones usadas en temporada estival. Si bien había sido fundado hace 65 años con la construcción de la primera basílica, y años después se había convertido en un lugar de moda gracias a la llegada de las vías del Ferrocarril, todavía era una zona casi campestre y alejada del centro, ideal para escaparle a la enfermedad. Así lo creyeron reconocidas familias, como los Marcó del Pont.

En noviembre de 1860, los hermanos Antonino, Gregoria y María Marcó del Pont compraron los terrenos donde aún se asienta la Casona. Según algunos investigadores se construyó ese mismo año y otros dicen que se inauguró con gran esplendor tiempo después. Lo cierto es que huyendo de la epidemia, Antonino Marcó del Pont instaló allí en 1871 su residencia familiar permanente. Ese mismo año el reconocido banquero José de Carabassa comenzó a construir un lujoso y cómodo edificio en la calle Bacacay. Por esos meses, las grandes quintas con espléndidos jardines se convirtieron en el refugio de miles. De hecho, tal fue la invasión de porteños que en un solo día, el 2 de marzo del fatídico año, cuatro mil familias llegaron en el ferrocarril Oeste huyendo de la peste.

En este marco de desesperación comenzó a funcionar lo que sería el primer espacio en Flores para atención médica, un lazareto sobre el camino de Gauna (hoy Avenida Gaona). La Municipalidad había acordado dos años antes la instalación de esta pequeña casa de socorro, proyecto que finalmente se vio concretado debido a la gran cantidad de personas que dejaron el centro de la ciudad. En estas circunstancias tuvo una destacada actuación el doctor Manuel Vicente Soriano, establecido en Flores desde 1835 y considerado el primer médico del pueblo. Una vez desaparecida la epidemia, se suprimió el lazareto.

Finalmente, la Fiebre Amarilla también tuvo incidencia en el traslado del entonces cementerio del barrio. Funcionaba desde 1832 en el terreno limitado por las calles Varela, Remedios, Culpina y Tandil – el primero había sido un “camposanto” contiguo al primitivo templo de San José de Flores, sobre la calle Rivera Indarte -, y si bien, debido al crecimiento de la población, años antes de la peste ya demandaba un nuevo traslado, no fue hasta pasada la misma -en la que se vio saturado- que se clausuró, destinándose el predio a Corralón Municipal. Aunque cabe aclarar que años antes, en 1867, ya había sido habilitado el actual Cementerio en la Avenida Varela y Balbastro.

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