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Al que madruga, Dios lo ayuda

Es difícil contar en tan solo 500 palabras la historia de las vacaciones más locas de mi vida. Así que si me paso de ese número, por favor no le digan al director de este periódico, mis queridos lectores florenses.

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Escribe Lucía D´Anna Urteaga

Todo comenzó cuando a mi mamá y a su hermano, es decir a mi tío, se les ocurrió irse de vacaciones juntos con sus respectivas familias.
-Está buenísimo, Feli- le dije a mi hermana 3 años mayor, mientras guardaba mis bikinis en la valija- 15 días en la playa con mamá, papá, la tía, el tío, los primitos. Encima vamos a Villa Gesell, que según la abuela es relindo.

-Esperemos que los primos se porten bien.-exclamó ella, haciendo referencia a los mellizos Gabriel y Julio, que hacía un mes habían cumplido 5 años.

-No nos olvidemos de juntar caracoles.- le comenté, cada vez más entusiasmada por la idea.
-Ni de sacarnos muchas fotos para nuestro álbum de viajes.-agregó ella, intentando cerrar la valija a la fuerza.
El dúplex estaba frente al mar. En uno se encontraba mi familia y en el otro, mis tíos y primos. Cuando terminamos de almorzar en el restaurante del balneario, noté que el sol resplandecía y el mar se mantenía calmo, ideal para meterse.

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-¿Vamos a saltar las olas, chicos?- me leyó el pensamiento mi tío y se largó a correr por la arena, la cual quemaba como la lava de un volcán. Mis primos y yo lo seguimos a toda velocidad. A diferencia de la arena, la temperatura del agua salada nos hizo temblar de frío los primeros minutos, hasta que nos acostumbramos.

-¡Un monstruo marino! Papá, mira qué feo que es- gritó Julio atemorizado.
Sin contar esa parte –en la que casi un agua viva pica a mi primo- todo estaba saliendo muy tranquilo el primer día de las vacaciones. Nos habíamos pasado la tarde armando castillitos de arena y comiendo churros.

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-Alegra, te aviso que mamá y yo vamos a juntar caracoles, ¿querés venir con nosotras? – me dijo Feli, con un balde en la mano. Un balde que seguramente quedaría repleto de caracoles rosados y beige en cuestión de segundos. El balde que nos peleábamos por sostener cuando éramos más chicas.

Sin dudarlo, fui con ella hasta la orilla. Allí se encontraba mi mamá con una cara que solo ponía cuando estaba realmente preocupada.
-¿Qué pasó, ma?- ¿Viste un fantasma?- bromeó Felicitas.
Mi mamá seguía cabizbaja, sin despegar la vista de la arena húmeda. ¿Acaso se había puesto nostálgica mientras recordaba los veranos de su juventud?

-Trajimos este balde para ir guardando los caracoles que recolectemos.- le conté, enseñándole el objeto.
-Chicas, no creo que encontremos caracoles. No hay ninguno. –dijo ella, dándonos a entender por qué se encontraba tan rara. Al principio no le creímos. Es decir, ¿cómo no iba a haber caracoles si estábamos en la playa? Quizás mamá necesitaba un par de anteojos como los míos, pensé.

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-¿Si veo uno qué me das?- la desafió Felicitas, siempre lista para nuevos retos.
Aunque buscamos en cada granito de arena, ni mi hermana, ni mi mamá ni yo pudimos encontrar un solo caracol. Más tarde, cuando los demás regresaron de la Banana Boat, les contamos la noticia y quedaron igual de impactados que nosotras.

Al día siguiente, volvimos a buscar. Esta vez, con los mellizos, que cavaron pozos en la arena como perros, pero sin éxito. Aquella noche fuimos a cenar a una marisquería muy famosa de Gesell, en la que una mesera bien peinada, luego de tomar nuestros pedidos, comentó:
-¿Se enteraron del asunto de los caracoles? Ni el intendente ni sus ministros tienen idea al respecto. Es todo un misterio… –
Los adultos asintieron, algo cansados de escuchar el mismo tema durante todo el día.

Mientras comía unas deliciosas rabas con papas fritas, se me ocurrió una idea. Madrugar. Ir a la playa a las 5 de la mañana. Encontrar alguna pista que me guíe hacia el paradero de los caracoles. ¿Saben por qué? Porque al que madruga, Dios lo ayuda. Y además de la ayuda de Dios, necesitaba a mi hermana en el plan. Me costó convencerla, sobre todo por el simple hecho de levantarse taaaaaaan temprano.
-Está bien. Pero le tenés que pedir a mamá o a papá que nos acompañe. No podemos ir solas a esas horas.- dijo con razón Felicitas.
Entonces hablé con mi papá y llegamos a un acuerdo: 7 am en la playa. Cuando fuimos, no había ni un alma. ¿O sí?

-Feli, mirá. Un caballo marrón. – le señalé a lo lejos.
-Sí, con una mujer a su lado, que parece algo mayor que la abuela.- dijo, acercándose a ella.
Estábamos caminando en dirección a una señora canosa, que se agachaba constantemente y recogía de la arena lo que parecían ser… ¿Caracoles?

-Buenos días. Ella es mi hermana Alegra y yo soy Felicitas. ¿Cómo se llama usted?-
– Mi nombre es Vicenza, un gusto conocerlas. ¿Qué hacen levantadas a estas horas?- dijo. Su voz sonaba algo nerviosa.
-Nos gustaría saber lo mismo.- respondí cortante. Me había dado cuenta que la alforja de su yegua estaba repleta de caracoles. – ¿Por qué se está robando todos los caracoles de la playa?- la interrogué, convencida de que era una criminal.

-Ale, no le digas eso a la señora.- me llamó la atención Feli. Ella claramente no servía como detective. Ni siquiera como Watson.
-Tu hermana menor tiene razón, pero no en todo- admitió la mujer- La semana pasada, visité el orfanato que me mandaron mis padres biológicos cuando era un bebé y le prometí a todos los niños que les iba a traer un frasco con 100 caracoles a cada uno. Ese era mi sueño cuando era una huerfanita.

-Qué lindo gesto de tu parte.- dijo Felicitas, conmovida por la situación.
-Entonces, el lunes comencé con la ardua labor de levantarme temprano para conseguir los caracoles. Continué ayer y sigo hoy. Espero que la gente de aquí no se haya molestado- nos contó.
-¡Buena suerte!- la despedí.

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