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El Kiosquito de los “Precios cuidados”
En época de alarmante inflación, es casi utópico decir que existe un comercio detenido en el tiempo, no sólo por su fachada, sino también por el contenido, pero principalmente por los precios.
Marian Domínguez
En época de alarmante inflación, es casi utópico decir que existe un comercio detenido en el tiempo, no sólo por su fachada, sino también por el contenido, pero principalmente por los precios. Este es el caso del “Kiosquito” de la avenida Carabobo, esquina Rivadavia. Y el diminutivo no puede ser más acertado, porque este es, sin duda, un verdadero “Kiosquito”, con sistema ‘ventanita’, como lo aclara en el nombre: “Ventanita de Arrabal”. Tiene apenas un metro y medio de vereda, y posiblemente la misma capacidad para su adentro. Un cuadradito que seguramente ningún satélite encontraría, pero que, un vecino del barrio, no podría dejar de notar…Y no sólo por el toldo invencible que trata de informarle a las esquinas esta minúscula existencia.
Parece una ilusión ver tanta golosinería junta, un verdadero préstamo de la nostalgia. Ya en casi ningún kiosco cuelgan desprolijamente las tiras de caramelos en la vidriera, aunque siga resultando visualmente convencedor. Despiertan ganas de comer Fizz, sentir ese ácido cosquilludo en la boca, y cumplir este deseo por sólo tres pesos, sin dejar de permitirse el reencuentro con la fantástica moneda de chocolate, que sólo te pide dos pesos con cincuenta. Los incongruentes números pegados en los Chupetones, el Medallón de menta, el alfajor triple, la Bananita Dolca y demás, abren el apetito. Pero más allá de esta fugaz angurria: ¿Es real que, en tiempos actuales, se puedan ofrecer estos precios? Mientras que, en la invasiva cadena de Kioscos Open 25, saquean $19 por el mismo alfajor que el kiosquito en cuestión entrega a $ 7. ¿Es posible que un bombón de chocolate -lo suficientemente considerable para nombrarse como tal-, cueste tan solo $ 4, y una colorida tira de pastillas, $6,50? Estos son números que, roídos por las conocidas circunstancias, apenas tienen brillo y significancia. Números que pueden ser, con suerte, un cambio oportuno para la cajera del supermercado. Sin embargo, mientras uno espera a ser atendido en el Kiosquito, comprueba la soltura antes reprimida del comprador, quien aprovecha esta vez a llevar un poco mas para sus hijos, o para su novia, o para sí mismo. Si bien es, linealmente, un verdadero Kiosco de barrio (Así lo define Luis, su dueño) y los vecinos seamos los más afortunados, también se detendrán en él cientos de personas que están “al paso” y que tal vez, por mucho tiempo, no puedan volver a visitar este feliz depósito de caries, que puede darte (sin ánimo ni intención de exagerar), específicamente el doble, por los mismos billetes.
Para Luis, comerciante y también vecino de Flores, la ecuación es simple: se ofrece precio mayorista. Pero esta humilde rectitud te permite ser minoritario, indeciso, variable. Para él, casi es un asombro que alguien repare en los contrastes. “Bueno…hay que saber dónde comprar…” argumenta, con una sonrisa. Luis es un hombre canoso de sonrisa honesta y modales serios, aunque no puede evitar ser gentil. Es un kiosquero de profesión: sabe a qué te referís mientras todavía no elegís, pone las muestras y guarda las cajitas, acomoda los Marroc junto a los Jackeline y decora con los Paragüitas. Él mismo parece, dentro de ese pequeño espacio, una golosina más. Funciona como un receptor activo que escucha y entrega, y entiende a los más chicos en su habitual ansiedad de azúcar. “Lo que pasa es que, en el barrio, no quedan muchos kioscos verdaderos. Antes había muchísimos, pero los supermercados, grandes y pequeños, caros y baratos, fueron quitando los pequeños negocios, incluso el Kiosco tradicional.” Explica otra vez, mientras yo repaso mentalmente la zona y un poco más. Hay varios, sí, pero todos ofrecen servicios extras, para poder mantenerse en carrera, como quien diría. En el mismo espacio se puede tomar algo, cargar SUBE o celular, sacar fotocopia, usar una máquina, hacerse un café o hasta incluso comprar comida, como panchos, hamburguesas o sándwiches de miga. Se puede encontrar juguetes, productos de limpieza y bazar. Algunos incluso fusionan hasta el pago fácil y la Quiniela Nacional. Pero no albergan la deleitable magia del Kiosquito, de salida de escuela, de acceso rápido y efecto ameno. Aunque suene contradictorio, hace siete veranos que este comerciante mantiene vivo el espíritu magno de este pequeño espacio, que siempre tuvo, desde hace años y años, el mismo estino.
Luis hace posible lo que él mismo replica, aunque lo haga sin rasgo de intención. Y frente a la sorpresiva reacción de: “¡Estos precios no existen!” Él les da existencia, porque en su deber cree que es lo justo al no ofrecer diversidad de servicios. Sin embargo para mí, -y para muchos vecinos también- esta parte deja de tener importancia. Porque el Kiosquito de barrio, del nuestro en este caso, sigue estando activo a un simple golpecito de una ventana corrediza.