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En el día de la inauguración de la primera iglesia

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Escribe Michelle Bendeck

El joven Joaquín, oriundo de Morón, miraba estupefacto la enorme iglesia que había surgido frente a sus ojos casi de un día para el otro; en pocos, poquísimos años.

Nunca había visto una construcción semejante, casi perfecta aunque una de las torres estuviera todavía trunca…El templo le transmitía una idea aproximada de lo que debía ser la omnipotencia del Señor, y en medio del asombro general no podía dejar de imaginarse una y otra vez la silueta evaporada de Juana Flores, desplazándose a su encuentro en el altar… todo porque no tenía que pagar por soñar, precisamente; aunque sí por su vagancia.

Era día miércoles, pero desde muy temprano había decidido que escaparía de los trabajos para agarrar a Colorado y cabalgar algunas leguas hasta Flores; así fuera de lejitos él quería presenciar la misa inaugural del templo, a la que asistiría todo el personal importante y/o ricachón de Buenos Aires.

Como era previsible, mucha gente de pueblos aledaños tuvo la misma idea que él, sobre todo ante el rumor de que vendría el principal benefactor de la obra: nada menos que el mismísimo gobernador, don Juan Manuel de Rosas.

De modo que con Joaquín había unas quinientas personas concentradas en la plaza pero sin atravesarse en el Camino Real, que hacía las veces de zona V.I.P.

Todos aguardaban que se hicieran las doce del mediodía para comenzar la misa con el canto del Ángelus. Si bien había gente que no salía de la devota contemplación – como era el caso de doña Alonsa, quien celebraba entre lágrimas “la gracia de haberse adelantado en este pueblo el paraíso”-, el clima era más festivo que solemne: había guitarreada s a cada paso y chinitas que entonaban cantos de domingo, mientras la gente charlaba animada y con el ojo pendiente a los coches que venían de las quintas del mismo Flores y de la Capital.

Joaquín andaba abstraído, dando vueltas por ahí, cuando su amigo, el Bizco de Lobos, lo vio y le ofreció un mate. “Anda, maricón”, lo empujó, en el momento en que la familia Flores hacía su entrada entre aplausos. “Arrimátele a la Juana”, le dijo al oído. “¿Vos querés que me degollen?”, respondió el otro, mientras aplaudía con los demás y miraba a la dama con resignación, no habiendo recibido de ella nunca ni una mirada.

Tras la familia apareció el cura Boneo, el párroco; él había sido la cabeza del proyecto, consiguiendo innumerables donaciones de los vecinos florenses y de la sociedad porteña en general. Antes de entrar al recinto, se dirigió al pueblo: “Mis ojos han de admirarse ante esta cuantiosa multitud que ha venido a honrar el templo sagrado, pero más han de admirarse los ojos de nuestro Señor.

Os dejo bajo la protección de San José, patrono de Flores y los bendigo in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti…” “Amén”, bramó la plaza entera. Pero en lugar de retirarse, el párroco hizo aparecer entre la multitud a hombre rubio y muy transpirado, acompañado de una señora ataviada con un amplio vestido color sangre y una chica de gestos vivaces que los abanicaba.

“Abran paso, por favor, abran paso al Restaurador de las leyes y principal benefactor de esta parroquia…” “¡Míralo nomás al patrón!” decía el Bizco, con los ojos brillando disparatadamente. “¡Viva la Federación!” vociferó el gobernador, recibiendo una ovación que replicaba: “¡Viva la Federación!”…la gente agitaba pañuelos rojos, o cualquier elemento que hubiera a mano de ese color.

Complacido, el máximo de los Federales concluyó: “¡Prosperidad al pueblo de Flores!” prolongando así el hermoso jaleo… “Prosperidad a usted, don Juan Manuel, padrino de esta iglesia; y así también a nuestra madrina, doña Encarnación Ezcurra, quien nos concedió los fondos de las Damas de la Federación.

Qué decir de nuestra rozagante Manuelita, sino que el pueblo la abraza…” Las mujeres correspondieron con sonrisas y saludos al aire, asiéndose de sendos brazos de don Juan Manuel. “Digo una última cosa a mi pueblo, padre Boneo…”intervino Rosas. “A usted le pertenece…” “Cierto es. Pues entonces… ¡Que mueran los inmundos y salvajes unitarios!…” y se encaminó con su esposa e hija al Interior de la iglesia. Boneo le echó la bendición con un ligero temblor en las manos.

El desfile lo cerró el ingeniero Senillosa, creador de los planos y director de la obra, “¡quien legó toda su capacidad a este pueblo, sin cobrar ni un céntimo por ello!”, según proclamó el cura, con todo su entusiasmo de showman.

Finalmente comenzó la misa, que la plebe no pudo escuchar con amplificación desde la plaza, ni seguir por radio ni televisión en ese caluroso 11 de diciembre de 1833.

Sin embargo ni Joaquín, ni el Bizco, ni nadie de la multitud de quien se tenga registro, abandonó la plaza durante la ceremonia. Hay quienes aprovecharon para rezar el rosario del día, y hay quienes se arrimaron a los puestos de empanadas para entretener el estómago y el tiempo.

El que era de Morón fue a las caballerizas a hidratar a su bestia, pero antes de la una estaba de vuelta; no iba a perderse la ocasión de ver a la Juana saliendo de la iglesia. Al término de la misa, el ambiente se volvió todavía más emotivo: la multitud prorrumpió en padrenuestros al asomarse el San José de yeso que llevaban en andas el doctor Terrero y don Lucio Mansilla, también benefactores de la obra, hasta que Ramón Francisco Flores, el fundador del partido (y padre de Juana) gritó desde su coche: “¡Qué comiencen los festejos!” Naturalmente, él los hizo en su hacienda.

Pero el pueblo gozó lo propio, y de tal manera, que persistió en la memoria las generaciones subsiguientes de florenses, el recuerdo de la semana ininterrumpida de celebraciones por la primera iglesia consistente que tuvo el curato de San José de Flores.

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