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Alice en el País de la Plaza Flores

Escribe Marian Domínguez

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Escribe Marian Domínguez

Saliendo de la boca del subte A, en la estación San José de Flores, Alice encontró una atractiva fusión de barrio y ciudad, con caras ajenas y parecidas a la suya,  y con otras que forman parte de la cotidianeidad de un vecindario porteño no tan convulsivo como lo que había visto en Buenos Aires durante sus vacaciones. Le gustó las viejas marquesinas,  que el sol tocara más al pavimento, y que entre trajes y cafés se mezclaran las señoras mayores con la bolsa del pan.   Se fijó en la hora, 12:50. Todavía faltaban diez minutos para encontrarse con su amiga de Argentina, Verónica. Quedaron en la esquina de Artigas y Yerbal, ¿Dónde era exactamente eso? El señor del puesto de diarios la orientó, pero Alice notó una extraña preocupación en sus ojos: “Cruce la Plaza de Flores “ Dijo secamente. Había estado hasta entonces en muchas plazas de la capital federal, y en casi todas se había sentido a gusto, hasta podía comunicarse con menos esfuerzo, ya que, si no había personas como ella que hablaran el mismo idioma, había otras que estaban acostumbradas a las preguntas de un turista curioso. Pero ignoraba el misticismo de este último parque. Ingresó con confianza, hipnotizada por la melodía empalagosa de una flauta aborigen que fusionaba un ritmo regional con un tema romántico de los 80.  A pocos metros, una mujer se acercó a venderle unos calcetines colorinches. “No, gracias” Dijo. Era lo primero que había aprendido a decir en castellano. La señora que tenía el pelo enmarañado y gris como una virulana, le preguntó de donde era. Alice notó que tenía la boca vacía, y no supo si era por eso o por el idioma que no  entendió la pregunta. Trató de dejarla atrás, pero el balbuceo subió de tono. Un señor  que jugaba al ajedrez  vino a  callarla, y regresó luego a una partida donde jugaban dos pero miraba muchos. “Tenga cuidado señora, acá no se pare a hablar con nadie”  le dijo uno. Alice prosiguió. Fue ensordecida por el palometeo impetuoso que provocaba el despilfarro de maíz de unas ancianas, un niño que vivía en un ligustro la saludó gentilmente con la mano, otro grupo de personas marchaban en silencio y ordenadamente, dos mujeronas charlaban fluidamente sin reparar en la atención que llamaban sus musculosas piernas, ni en las sombras de sus bellos.

Alice dejó que su vista la llevara al pastizal, y  se sorprendió de aquella coexistencia,  cosas básicas como dormir, comer, y hasta hacer necesidades parecían tener otra significancia. Aquel jardín era una gran casa sin habitaciones ni puertas.  Algunos chicos corrían alrededor de un ficus, luego se desparramaban tras un monumento, y regresaban a un espacio puntual, donde se desprolijaba la ropa y los pedazos de pan. “Parecen duendes” Pensó. A excepción de ellos, en el corazón de la plaza la gente parecía no estar esperando a nadie. Alice creyó que era la única en el camino que tenía que ir algún sitio. El resto  miraba al tiempo como una pérdida de sí mismo, era proporcional a lo que durara el cigarrillo o hasta que la botella pesara en la mano menos que la culpa. Y había muchachas, tan sumergidas en el silencio que Alice sintió aquella mudez  como su propia desolación.

En la última parcela, los enamorados ocupaban egoístamente los bancos. Había demasiados, Alice sintió pudor, se desvió hacía el arenero, donde otra vez apareció la señora de pelo de virulana, quien con una sonrisa afónica logró espantar las ratas. Alice corrió hasta salir de la plaza. Cruzó la calle y al ver a Verónica le contó de su extraña travesía. “Vos soñaste” Le dijo ella sonriendo. Alice dio unos pasos, miró por la ventana de un restorán a la gente comer milanesa y papas fritas. Le pareció tan corriente, que prefirió pensar lo mismo que todos… que no era real.

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